Todos tenemos en mente la imagen de que los japoneses son amables,
buenos con los extranjeros y amantes de la paz tal y como lo
demuestra su constitución. Pero, ¿Los Japoneses siempre fueron así?
¿Hubo alguna época oscura en la historia japonesa? La respuesta es:
Sí, y para conocer esa época recurriremos al personaje creado por
Murakami, el teniente Mamiya, que da voz a los hechos ocurridos en
esa época.
«En
Japón también estaba a punto de comenzar una época oscura y
abominable» (1Q84, libros 1 y 2, 14) Comienza con los primeros años
de la nueva era Showa (1927-1928) y el final de la
posguerra-ocupación militar extranjera (1949-1952). La realza la
máxima expansión territorial del Imperio japonés en el Pacífico
(1942) y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki tres años
después. Y la marcan sucesos ominosos: el asesinato del líder chino
Zhang Zuolin en el 28, el incidente de Manchuria en el 31, el del 26
de febrero del 36 en Tokyo, el incidente del puente de Marco Polo de
Pekín en el 37, la masacre de Nankín a finales del mismo año, la
batalla de Jaljin Gol en el 39, el ataque a Pearl Harbor en el 41, la
derrota naval de Midway en el 42, el discurso de rendición del
emperador en el 45...
De
algunos de ellos hay referencias desperdigadas en varias obras de
Haruki Murakami y una extensa interrupción en Crónica del pájaro
que da cuerda al mundo de boca del teniente Mamiya.
La
segunda Guerra Mundial es un remolino de dos guerras separadas pero
relacionadas que, vistas desde Japón, se suelen denominar guerra con
China comenzada en 1941 y acabada en agosto de 1945. En algunos
libros de historia japonesa aún se llama segunda guerra
Sino-Japonesa (1937-1945), insinuándose así que el enfrentamiento
con Estados Unidos en el Pacífico ni estaba previsto ni era deseado.
Las dos contiendas, una desarrollada en el continente asiático y la
otra en las islas y aguas del Pacífico, forman una época en la
memoria colectiva del pueblo japonés. Su recuerdo, aunque empieza a
diluirse, genera todavía vergüenza y su tratamiento sigue
levantando ampollas. Haruki Murakami, cuando alimenta tal recuerdo
con sus reiteradas menciones, mata tres pájaros de un tiro: expía
como buen japonés cierto sentimiento de culpa ante lectores no
japoneses, relativiza la fantasía de sus argumentos al verbalizar un
compromiso con la historia reciente y rebate, tal vez sin mucho
éxito, la acusación de frivolidad que desde la crítica literaria
conservadora de su propio país se le ha lanzado.
Los
orígenes de esos quince o veinte años de violencia organizada y
estatal tienen raíces profundas. Por un lado, estaba la herencia de
las «sociedades patrióticas», la primera de las cuales, Genyosha,
la habían formado en 1881 hombres deseosos de proseguir con la
tradición de la política de Saigo Takemori – el samurái
empecinado en resistir a Occidente – hacia Corea. Dentro del país
sus miembros, muchos de los cuales eran samuráis inadaptados al
ritmo del Japón moderno, constituían grupos de presión que
buscaban cómo influir en la política y en la opinión pública. En
1901 dos de esos miembros, Toyama Mitsuru y Uchida Ryohei, fundaron
una organización, Kokuryūkai o «Sociedad del río Amur», más
conocida entre los extranjeros como «Sociedad del Dragón Negro»,
cuyo fin era extender «la misión del Japón imperial» a Corea,
Manchuria, Mongolia y Siberia. Estas ideas resultaban atractivas para
muchos oficiales del Ejército, en especial los más jóvenes.
Por
otro lado, estaba cierto sentimiento, exclusivamente japonés, de
solidaridad asiática frente al colonialismo occidental. Para algunos
japoneses influyentes en el Ejército, China y Japón, por haber
compartido la experiencia humillante de haber estado sometidos –
Japón en el pasado, China en aquel entonces – a tratados
desiguales, tenían el deber de colaborar a fin de resistir el
dominio del agresivo Occidente en Asia oriental. Esta tarea era
percibida como una obligación esencial de Japón, pues china había
demostrado ser demasiado débil, y bajo un cierto elemento de
«orientalismo» en la visión japonesa, al considerar a sus colonias
asiáticas y del Pacífico como «retrasadas» y «primitivas»,
Japón podía reforzar su reclamo de ser un país «avanzado» y
«civilizado» igual que el mundo occidental.
Pero,
¿cómo una nación no occidental, había podido usar el
«orientalismo» y convertirse en una nación «occidental»? Para
poder responder a esta pregunta hay que viajar hasta la época en la
que Japón dio el paso del feudalismo a la modernidad.
El
paso del feudalismo a la modernidad empezó en el mar con forma de
barcos de guerra desafiantes. Frente a las costas de Uraga apareció
el 8 de julio de 1853 una visión inusual: dos fragatas de vapor y
dos buques de vela con la bandera de Estados Unidos preparados para
enfrentarse a cualquier intento de evasiva japonesa. Exigían la
apertura de los puertos: el fin de la secular política de
aislamiento. Con el fin de la política de aislamiento empezó la
restauración del poder imperial en manos del joven emperador Meiji.
Fue el año 1868. El nuevo gobierno decidió abandonar «la postura
de la rana que contempla el mundo desde el fondo del pozo» y se
embarcó en un gigantesco programa de transformación del país según
pautas extranjeras, pero no chinas como había sido la costumbre en
Japón, sino occidentales. En uno de los artículos de la nueva
Constitución se decreta el fin de las «prácticas oscurantistas»
del pasado y en otro se anuncia que el nuevo gobierno perseguirá el
saber por todo el mundo para promover el bienestar del país.
Mientras
tanto, en 1895 y 1905 respectivas victorias contra China y Rusia
señalaron el éxito del programa: Japón era un país moderno. Y en
Occidente los términos de «Japan», «Japon» o «Japón», como
1,200 años antes el de «Nihon» en China, se asociaron a un miembro
respetado del concierto internacional al cual ahora había que
tratar, a diferencia de lo ocurrido con otros países asiáticos, de
igual a igual.
Pero
el precio del aprendizaje era perder mucho. Se prescindía de lo
tradicional y asiático, y se perseguía lo moderno y occidental. La
transformación, por tanto, obligaba a los japoneses no sólo a
abandonar viejas maneras de pensar y de hacer las cosas, sino también
a sacrificar una parte de su identidad cultural. Individualismo,
materialismo, aislamiento y soledad fueron algunas de las
adquisiciones que también estaban en la cesta de la compra adquirida
por los japoneses en aquellos años. En 1892 Natsume Soseki
caracterizaba el dilema de lo occidental contra lo japonés en estos
términos:
A menos que desechemos totalmente todo lo viejo y adoptemos lo nuevo,
será difícil que alcancemos igualdad con los países Occidentales.
Aunque hacerlo así va a debilitar el espíritu vital que hemos
heredado de nuestros antepasados y nos podrá dejar inválidos.
Es
por estos años cuando se empieza a formar el nacionalismo japonés y
colonialismo en Asia, obtenidos de esta modernización occidental del
país. Las 2 guerras comentadas anteriormente contra China y Rusia en
1895 y 1905 respectivamente fueron cruciales para el alzamiento del
nacionalismo y el colonialismo en el ideario japonés. Sobre todo, esta
última contra Rusia, para la gran mayoría del pueblo japonés la
guerra de 1905 no fue tan sólo una guerra contra la nación rusa.
Fue un verdadero alzamiento contra esta raza blanca tan orgullosa,
tan omnipotente, tan amenazadora; fue una revolución contra estos
hombres altos y grandes, con la piel blanca, con un modo de hablar a
gritos y de gestos groseros, que tantas fechorías, incongruencias y
abusos de poder habían cometido contra Japón... Se trataba de
vencer la soberbia de esta raza que pretendía ser la aristocracia de
las razas humanas. Con esta victoria nació el «occidentalismo» en
Japón como contraposición al «orientalismo». Con todos los
elementos que el Japón moderno había adquirido ya estaba preparado
para imitar los modelos coloniales occidentales.
Tras
la invasión a Manchuria en 1931 la vida japonesa conoció un notable
nivel de turbulencia y una influencia creciente de los militares en
las decisiones políticas. El objetivo de los líderes militares del
Ejército de Kwantung era crear un nuevo orden internacional en Asia
oriental que, dominado por Japón, sustituyera al que Occidente había
creado en beneficio propio durante la segunda mitad del siglo XIX. En
octubre de 1931 el general Ishiwara Kanji, uno de los artífices de
la expansión militar en Manchuria y líder intelectual de muchos
oficiales radicales del Ejército, expresó:
En Japón no hay actualmente una estrategia ni política
internacional. No tenemos una administración capaz de llevar a cabo
los intereses japoneses en el mundo. […] Cada uno piensa sólo en
sí mismo. Algunos quieren dinero, otros medallas, otros títulos.
Tal es el estado actual de Japón. […] Que el Gobierno y el Alto
Mando del Ejército hagan lo que quieran. Por su parte, el Ejército
de Kwantung llevará a cabo su misión sagrada. […] Será solamente
por medio de la cooperación entre China y Manchuria y la amistad
sino-nipona que el pueblo de Japón podrá hacerse dueño y señor de
Asia y estar preparado para librar la lid decisiva y final contra la
raza blanca.
El
expansionismo japonés vino acompañado con el convencimiento de la
superioridad racial de los japoneses sobre otros pueblos asiáticos.
Los japoneses buscaban la autoridad en la divinidad imperial y
justificaban sus conquistas y asesinatos, como podrá deducirse de la
cita de Ishiwara, como una «misión» ética y cultural en Asia.
Esta misión que, en el pasado había ejercido China, ahora le
correspondía ejercerla a Japón.
Esta
«misión» vio su punto más cruel en diciembre de 1937 en lo que en
ese momento era la capital china, Nankín. Las atrocidades
perpetradas por el Ejército japonés con el pretexto de que los
civiles chinos eran en realidad soldados camuflados o apoyaban
activamente al Ejército chino, los soldados japoneses asesinaron
indiscriminadamente a miles de inocentes. Según cálculos
establecidos por el Tribunal de Crímenes de Guerra formado en Tokyo
al término de la contienda unos 42.000 civiles fueron asesinados, la
mayoría, mujeres y niños, en la misma ciudad china; mientras que en
las proximidades de la ciudad y durante las seis semanas siguientes
otros 100.000 civiles y prisioneros de guerra perdieron la vida. Los
sucesos cometidos con el beneplácito de las autoridades militares
japonesas convencidos de su superioridad racial, constituyeron el
capítulo más horroroso de toda la guerra.
El
teniente Mamiya, que Murakami inventa en Crónica del pájaro que
da cuerda al mundo, pone la voz de aquellos sucesos:
En Nankín cometimos muchas barbaridades. Mi unidad también las
cometió. Empujamos a decenas de personas a un pozo y luego lanzamos
dentro granadas de mano. Y otras cosas que ni siquiera soy capaz de
contar. Mi alférez, ésta es una guerra sin principios. Sólo nos
matamos los unos a los otros (Crónica, 206)
El
gobierno japonés de la época era tan ferozmente nacionalista, es
decir, antioccidental, que desaprobaba oficialmente la música de
jazz, las escenas de amor en el cine y el teatro occidental y hasta
las expresiones americanas empleadas en el béisbol que dejó de ser
beisuboru y empezó a llamarse yakyu, mucho más
japonés.
Los
japoneses se presentaban a asía como los salvadores que les
liberarían del yugo opresor de los occidentales, pero al mismo
tiempo ellos mismos se habían convertido en los nuevos
«occidentales» colonizadores de asía y subyugadores de estos,
siguiendo el camino de los occidentales a los cuales tanto odiaban.
Podríamos decir que «eran el mismo perro, pero con distinto
collar».
Este
discurso colonizador japonés, en el que los japoneses eran los
salvadores, los asiáticos los salvados que debían de ser reprimidos
por ser sociedades «retrasadas» y los occidentales atacados por el
colonialismo desarrollado en asía, funcionó mientras que la cabeza
dirigente en Japón fue el emperador sobre el cual se mantenía este
nacionalismo y colonialismo, pero en 1945 con el final de la segunda
guerra mundial con Japón como país derrotado, la ascensión al
poder en Japón de los Estados Unidos y la perdida de la condición
divina del emperador, se destruyó este discurso colonialista, y es
que en cuanto a la condición del estatus de tennou (soberano
del cielo), lo habría de decidir
el comandante del ejército de ocupación, el general MacArthur que
le da al Emperador la orden: «¡Deja ya de ser Dios!». Y el
Emperador le contesta: «¡Vale! Ya sólo soy una persona normal». Y
desde 1946 dejó de ser Dios. El Dios de Japón era así de fácil de
ajustar. Viene un militar norteamericano con gafas de sol y una pipa
barata entre los dientes, le da una simple orden y Él cambia de
naturaleza. Eso es el no va más de la postmodernidad. (Kafka en
la orilla, 435)
Bibliografía
Beasley, William G.
Historia contemporánea de Japón (Madrid: Alianza, 1995).
La restauración
Meiji (Gijón: Satori, 2007).
Watsuji, Tetsuro.
Antropología del paisaje. Climas, culturas y religiones
(Salamanca: Sígueme, 2006).
Totman,
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Haruki Murakami.
Kafka en la orilla (2006).
Haruki Murakami.
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (2001)
Haruki Murakami. Al
sur de la frontera, al oeste del sol (2003)
Haruki Murakami.
1Q84 (Círculo de lectores, 2011)
Carlos Rubio. El
Japón de Murakami (Prisa ediciones, 2012)
Mark
R. Peattie. Ishiwara Kanji and Japan’s
Confrontation with the west (1975)
Natsume Souseki.
Kokoro | kokoro: Sensei no isho (Gredos S.A, 2003)
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